Hay muchas imágenes icónicas de los 80, pero pocas pueden igualar en argumentos a la de un Ferrari F40 recortando su silueta contra el paisaje al atardecer. Esta joya de la automoción, último deseo explícito de Il Commendatore, no fue sin embargo la única que se disputó el honor de ser el mejor coche de todos los tiempos, ya que Porsche y Lamborghini también tenían buenos argumentos a su favor.
De hecho, el primer contendiente en salir a este salvaje cuadrilátero no fue la joya de Maranello, sino el afamado Porsche 959. El automóvil de la marca de Stuttgart se inició como un proyecto dirigido por el jefe de ingeniería de Porsche, Helmuth Bott, llevado a cabo con la idea de competir dentro del extinto y peligroso Grupo B del campeonato mundial de rallies de la FIA, el cual, de acuerdo a sus normas, requería de al menos 200 unidades del mismo modelo homologadas para su uso fuera del circuito si se quería competir en él. Las diferentes tragedias acaecidas en esta categoría provocaron su cierre al final de la temporada de 1986, poco antes de poder siquiera entregar las primeras unidades de calle a sus afortunados nuevos poseedores a comienzos de 1987, por lo que, salvo por una participación (con triunfo incluido) en el Paris-Dakar, así como otra en las 24 Horas de Le Mans (ganando también en su categoría), las 337 máquinas fabricadas se destinaron en su mayoría a hacer las delicias de los multimillonarios de medio mundo. Y vaya si lo hicieron.
Por un precio de salida de 225.000$ de 1986, el conductor podía disponer de un coche que, a falta de mejores palabras, era una verdadera oda a la tecnología, conformando la vanguardia de la ingeniería automotriz de la época, con sistemas y avances que aún hoy en día son difíciles de encontrar en muchos vehículos de calle.
Ilustremos esto: el 959 poseía sensores de presión en neumáticos; suspensión adaptativa en altura y dureza (3 posiciones), autoajustable en función de la velocidad o la orden del usuario; sistema de tracción integral Porsche-Steuer Kupplung, capaz de repartir el par entre los ejes delantero y trasero de manera automática en función de la posición del volante, carga del acelerador y el modo de conducción seleccionado; neumáticos runflat diseñados en exclusiva para este modelo por Bridgestone; llantas de magnesio, carrocería en aleación de kevlar-aluminio y bajos de liviano nomex… Creo que ya os podéis hacer una idea de a cuantos años-luz estaba este coche de su competencia en términos tecnológicos.
Este conjunto digno de los mejores ingenieros de la NASA conseguía desarrollar una potencia de 450 CV, gracias a su propulsor equipado con dos turbocompresores KKK suministrando aire a dos bancadas de 3 cilindros situados en disposición Boxer y cilindrada de 2849 centímetros cúbicos, aportando una cifra astronómica de 157’9 CV/L. No en vano, era capaz de alcanzar los 100 km/h en 3’7 s, consiguiendo una velocidad punta de 319 km/h en su versión sport 1. Sobra decir que, a su puesta en venta, era el coche de serie más veloz jamás fabricado.
Y esto no era plato de buen gusto para Enzo Ferrari, en absoluto. El orgulloso fundador de la casa de Maranello no podía aceptar que sus vecinos del norte, e históricamente grandes rivales, pudieran haber establecido un hito de la automoción de tales dimensiones y estaba dispuesto a eliminar el efecto creado con un golpe sobre la mesa que dejaría su eco en la historia de los supercoches.
Coincidiendo con el 40 aniversario de la marca del Cavallino, encomendó la ardua tarea a su equipo de demostrar al mundo de lo que era capaz Ferrari. En poco más de un ínfimo tiempo de desarrollo de 13 meses a cargo del ingeniero jefe de la casa, Nicola Materazzi, apoyándose en la base ya muy avanzada del también destinado inicialmente al grupo B, 288 GTO Evoluzione, y con carrocería diseñada por el maestro Ricardo Fioravanti, al servicio de Pininfarina, el F40 estaba listo para hacer su aparición ante el mundo el 21 de julio 1987 en el Centro Civico de Maranello.
El Ferrari F40 no era un vehículo en el que se dieran concesiones al lujo ni a la comodidad, ya que, a diferencia del concepto seguido por los ingenieros de Stuttgart, la directriz difundida por Enzo entre sus ingenieros era la de crear un vehículo lo más brutal y cercano posible a un coche de competición, sin importar nada más que la prestación pura. Todo el mundo pareció entenderlo, ya que, en sus primeras unidades, las ventanillas eran de plexiglás corredizo, no había tiradores de las puertas (sino un simple cable), ni alfombrillas, ni que decir tiene que el equipo de sonido fue eliminado y el aire acondicionado introducido de forma poco más que testimonial, y de milagro. Hasta en aspectos como la pintura, donde se usaba una finísima capa de 2 kilos, que dejaba entrever las fibras de kevlar en algunos puntos, se intentó ganar ligereza. Empleando una mezcla similar de materiales a los que ya usaba el 959, el Ferrari F40 rezaba 1100 kg de masa en la báscula en su versión europea, la friolera de 350 kg menos que su competidor germano.
En conjunción con un propulsor biturbo V8 de 2936 centímetros cúbicos de cilindrada, que desarrollaba 478 CV a 7000 rpm, era capaz de alcanzar los 100 km/h en 4’1 s, y lo que era más importante, su velocidad máxima iba más allá de la hasta entonces infranqueable barrera de las 200 millas por hora o 321 km/h, para ser exactos, proclamándose nuevo coche más rapido del planeta.
Como datos curiosos, el mito de Ferrari tenía un precio inicial en el mercado Español de aproximadamente 50.000.000 de las extintas pesetas, pero solo podías tener acceso a una de las 1315 unidades construidas si poseías otro Ferrari con anterioridad. A día de hoy, las unidades más cotizadas son las 50 primeras, íntegramente fabricadas en 1987, con la ventanilla corredera de plexiglás, sin catalizar, versión europea con depósitos más ligeros de goma en vez de los de aluminio estadounidenses, rondando un valor de 1 millón de euros. Curiosamente pocas unidades no se han depreciado, si contamos con la inflación.
Parecía que Il Commendatore había quedado satisfecho, su marca reinaba por encima de todas y, sobre todo, había creado un punto y aparte en la historia de los automóviles, un vehículo que, en sus palabras, no era como sacado de «Star Wars», en referencia a su rival de Porsche, sino cien por cien adrenalina y cero por ciento practicidad. De hecho, este fue el último vehículo que vería hecho realidad, ya que falleció solo un año más tarde, en 1988.
Pero esta historia no acaba aquí, como en muchas otras ocasiones, no hay dos sin tres y el último contendiente estaba calentando en el vestuario. Lamborghini llevaba desde junio de 1985 preparando un reemplazo para su espectacular Countach, denominado a nivel interno Proyecto 132 y dirigido por Marcello Gandini, responsable del Miura y del propio Countach.
Este prototipo ya era capaz de alcanzar velocidades de 315 km/h en su fase de desarrollo, pero el proyecto quedaría estancado al comprar Chrysler Corporation la compañía de Sant’Agata Bolognese, ya que a los ejecutivos de Detroit no les convencía el trabajo realizado hasta entonces en lo concerniente al diseño, lo que dio lugar a que este se viera modificado por un equipo del Chrysler Styling Center, ante la incredulidad de Gandini, que vería como la estridencia de sus formas eran suavizadas para dar lugar a la forma final que todos conocemos. Posteriormente, Gandini se desquitaría diseñando el Cizeta Moroder V16T, lo que explica la similitud entre ambos vehículos.
Presentado el 21 de enero de 1990 durante la jornada que Lamborghini había organizado expresamente a tal efecto en el Hotel de Paris en Montecarlo, el coche fue bautizado con el nombre de Diablo, en honor a la tradición de la marca de rememorar ejemplares taurinos sobresalientes. En concreto, el astado tan gratamente homenajeado pertenecía a la madrileña ganadería del Marqués de Veragua, participando en la corrida en la que José de Lara «Chicorro» tomaría la alternativa el 11 de julio de 1869 en Madrid, mostrando excepcional pundonor y bravura.
El vehículo estaba basado en su hermano más añoso, el Countach, del que heredó una evolución de su motor V12 con 5700 centímetros cúbicos de cilindrada, dotado esta vez de sistema de inyección multi-punto, desarrollado en colaboración con Magneti Marelli y Weber, desarrollando un potencia de 492 CV a 7100 rpm. Su peso se situaba en los 1576 kg, adoleciendo de algo de sobrepeso al compararse con su compatriota de Maranello. No obstante, la filosofía del vehículo no estaba encaminada a los «radicalismos», ya que en su catálogo se ofrecían opciones como el reproductor de CD y cargador con subwoofer incorporado, asientos totalmente ajustables fabricados a medida del usuario y hasta incluso un reloj decorativo de lujo para el salpicadero, con un nada desdeñable coste extra de 1.500.000 de pesetas. Curiosamente, el alerón trasero tan característico del modelo no venía de serie, exigiendo un desembolso de unas 665.000 pesetas para montarlo.
Con todo, el Lamborghini Diablo de 1990 era capaz de llegar a 100 km/h en 4’1 s y lo que es más importante, conseguía alcanzar los 325 km/h de velocidad punta, batiendo la anterior marca establecida por el formidable F40 y estableciendo un nuevo récord mundial para cualquier coche de producción. Aún con ello, si atendemos a los tiempos por vuelta que las revistas especializadas fueron capaces de conseguir en sus particulares análisis, parece que el vencedor claro de esta generación de supercoches fue indiscutiblemente la bestia de Ferrari, netamente superior en prácticamente todas las ubicaciones y circunstancias.
En cualquiera de los casos, no cabe duda de que los 3 vehículos conformaron un trío de ases que llevó a la automoción de prestaciones extremas a cotas de popularidad nunca antes vistas y, probablemente, no superadas hasta hoy, de tal forma que la imagen de supercoche ha quedado anclada para la mayoría de los entusiastas del motor, y también para los no tanto, a alguna de estas maravillas de la ingeniería y sueño anhelado de muchos conductores.
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